miércoles, 7 de septiembre de 2011

Buen Servicio


Desde el momento en que se abrió la puerta, una multitud de sujetos sostenía una lucha entre salir y entrar antes de escuchar el característico “tururú”.
Hora Pico. La única forma de ingresar es utilizar todas las artimañas aprendidas con la experiencia. Entre codazos y empujones, que en el lenguaje citadino sustituyen los compermisos, logró abrirse paso hacia la parte de en medio, porque sabe de antemano que desde esa zona es más fácil agarrar lugar, pero está difícil. A esa hora en que ni siquiera las leyes básicas de la física aplican, porque  no hay que asirse de algún lado;  la cantidad de gente da un soporte suficiente como para no caer si hay un enfrenón.
Es difícil identificarse a sí mismo entre la muchedumbre. Millones de almas transportándose diariamente.  En ocasiones le daban ganas de perderse en serio, de permanecer como en la multitud, siempre anónimo.  Pero eso no es posible.
Son 13 estaciones antes de llegar a su destino.  Inmersa en una orquesta de manos, piernas, brazos, torsos… olores mezclados con el sofocante calor humano y la cercanía que amenaza la existencia.
Exclamo para sí,  su única creencia: "¡Si el infierno existe, no puede ser peor que ésto!"
A veces se compadecía de los novatos, de los visitantes que tenían que esperar más de dos trenes para poder abordar, sobre todo porque le recordaban a la época en la que ella acababa de llegar al D.F. De repente se percata de que alguien va a bajar, se prepara para la maniobra, y se sienta. Se enorgullece de ese tipo de actos, pues casi siempre se va sentada. Si no le es ofrecido un lugar por algún galante caballero, percibe con anterioridad el lugar que se va a desocupar y se fija como objetivo único ocuparlo con su frondoso trasero, sin importarle ancianos, discapacitados y mucho menos embarazadas o mujeres con hijos, ya que detesta los niños.
Rápidamente saca de su bolso un arsenal de belleza, tiene que estar lista lo más pronto posible pues sólo le quedan 10 estaciones. Afortunadamente ya es toda una experta: Se unta rápidamente un maquillaje en polvo casi dos tonos más claros que el color de su piel, enchinado de pestañas con cucharita, seguido de de varias capas de  rímel barato, y en los labios un lápiz labial rojo carmesí muy usado; cuyo instrumento de aplicación es su dedo. No sabe si aplicarse sombras, o más bien cómo, pues las de su estuche favorito ya están demasiado gastadas, y las otras que trae no combinan con su vestuario. Opta por omitirlas.
No es necesario mirar los letreros de cada estación, ni contar las estaciones que le quedan. Sabe que está a punto de llegar cuando la gente se conglomera en la puerta. Es hora de ponerse de pie y acercarse a la salida. Estación Revolución, su lugar de trabajo.  En masa, la gente la ignora, a pesar del estridente color rosa de su blusa, y su falda casi inexistente.
Con un gesto de mano saluda a su amiga Melanie, a la Sharon. Se acomoda en “su lugar”, al lado del local de revistas atrasadas. Sabe que del otro lado está la Sally, un travesti que casi siempre le roba los buenos clientes. Pero no le importa, lo único que le interesa en ese momento es, que el siguiente que la contrate, tenga dinero suficiente para pagar un taxi y no tenga que soportar de nuevo un viaje en metro.

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